Sueños perdidos

Através de una mirilla espío mis sueños perdidos con la emoción de un admirador secreto. Conteniendo el aliento, superando el rubor. Incapaz, sin embargo, de ahogar la excitación propia del enamorado que sabe que jamás será correspondido. Los observo con ardor platónico, como si la mera contemplación atenuara, en alguna medida, el deseo insatisfecho. En el cajón más profundo de mis anhelos escondo los sueños de mi niñez. Los más inconfesables porque son puros y porque representan un detallado perfil de mí mismo, esbozado a través de mis incapacidades e inconstancias; son un retrato de lo que nunca seré. Lo que es peor, son el reflejo de lo que soy.

Me torturan menos los sueños de madurez, consciente como soy de que jamás los veré cumplidos. Los contemplo con nostalgia por recientes que sean. Y los almaceno con rapidez para dejar sitio a nuevos anhelos inalcanzables con los que las circunstancias cambiantes me bombardean. La mera supervivencia durante un día frustra muchas expectativas y abre un cauce para trasvasar sueños desde el rincón de lo latente hasta el sótano de lo imposible. Y el tráfico entre ambos espacios es constante. Son tantos los sueños de madurez perdidos, que de forma preventiva he abierto un baúl para guardarlos. Ahí yacen juntos. Revueltos. Agitados y batidos. El sueño de vivir en una sociedad justa comparte espacio con el de vivir sin destruir el ecosistema; el de disfrutar de la vejez se apila junto al de tener calidad de vida más allás de los 65 años; el de que mi hija tenga las mismas oportunidades que el hijo de cualquier banquero se amontona sobre el de que su futuro no pase por vivir en precario el resto de sus días. Ahí están todos almacenados. En un baúl de sueños perdidos. Uno al que quiero tapar la mirilla por la que espiar.

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