Primavera de 1994.
Siempre había pensado, incluso afirmado de forma pública, que sería incapaz de mantener una relación sentimental con una chica que tuviera pareja. Era una idea quién sabe si inculcada por una irregular educación católica mal asimilada o por culpa de la nula educación sexual y sentimental que recibía en casa. Vista con perspectiva la educación general que había recibido de mis padres, pero también del colegio y del catecismo en mi parroquia, era un milagro que a mis 20 años mantuviera la capacidad de relacionarme con otras personas -independientemente de su sexo o condición sexual- de una forma humanamente aceptable. Entonces no lo sabía, pero haber tenido varias novias desde la adolescencia hasta la plenitud adulta suponía un hito que nadie jamas me iba a reconocer. Pero cuando eres ajeno a tu propia falta de empatía también eres insensible a las fronteras de tu reducidísimo mundo, lo que facilita una existencia placentera siempre que tu pequeño universo esté en orden.
Mi falta de empatía nunca fue total. De hecho, uno de los motivos por los que rechazaba la idea de tener una aventura con alguien comprometido era la ley de «no hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti». Es decir, en la piel del novio de la chica sí que me podía llegar a poner. El otro motivo de mi extraña lealtad a los desconocidos era mi desconfianza hacia las personas que pueden traicionar a un ser querido. Si pueden engañar a su actual novio, pueden engañar a cualquiera, solía razonar yo para zanjar cualquier debate al respecto. Y así fui pululando por la vida hasta cumplir los 20: pensando que no era buena idea tentar a la mujer del prójimo, por desconocido que éste fuera. Hasta que conocí a Ana.
Sucedió un luminoso día de abril en Madrid. La ciudad seguía siendo fría a primera hora de la mañana. Un ligero viento gélido rasgaba mis lágrimas sin que la perspectiva de una tarde cálida pudiera disipar mis dudas sobre si haber salido de casa abrigado con una ligera chaquea vaquera había sido buena idea. Encorvado, con las manos refugiadas en las axilas, aguardaba a que la primera luz del día se filtrara entre los huecos de la silueta urbana. Esperaba eso y también que abrieran las taquillas en las que se venderían aquella mañana las entradas del siguiente partido entre el Madrid y el Barça. Había calculado erróneamente que llegando antes de las siete de la mañana sería el primero. Tuve que doblar la esquina y esquivar varios campamentos mochileros (uno de ellos con fogata incluida) para encontrar mi sitio en la cola. Nunca podré olvidar las primeras palabras que, pocos minutos después, ella me dijo: «perdona, ¿eres el último?».
Efectivamente, lo era. Y se lo hice saber con una sonrisa breve pero intensa. Porque empatico e intérprete de sentimientos, poco; simpático, a rabiar. En cuanto le confirmé que ahora ella ocupaba el último lugar, recuperé mi postura contorsionada, le di la espalda y seguí tiritando. Sin embargo, al rato me giré levemente para tratar de comprobar visualmente que mi primera impresión sobre la belleza de aquella chica no estaba equivocada.
Soy de los que piensan que la belleza no es subjetiva. Existe una belleza objetiva, inapelable y brutal que nadie puede negar. Una belleza capaz de alcanzar consensos unánimes con los que ninguna otra cualidad humana podría soñar. Muchas mujeres y hombre la poseen, lo que no implica que el resto nos tengamos que sentir atraídos por ellos. Ahí es donde se empieza a esbozar la frontera entre la belleza objetiva y el atractivo subjetivo. Ana cruzaba ese límite, transitaba por él como si fuera su propia casa. Casi se podría decir que era objetivamente atractiva.
Me cazó mirando y decidí concentrarme en el cielo despejado y dejarla en paz. El hormigón del centro de Madrid trataba de contener sin éxito una incipiente y anaranjada luz que comenzaba a contraer mis pupilas pero que todavía no insuflaba vida en mis huesos. Decidí esquivarla sentándome en un bordillo. Faltaban dos horas para que abrieran las taquillas y me venía bien descansar y doblar mi cuerpo para darme calor a mí mismo. A los pocos minutos, Ana me imitó. También vestía vaqueros, pero la abrigaban una trenca de paño y un pañuelo al cuello. También se quedó mirando al infinito, como si pudiera ver a través del bloque de pisos. Como si pudiera escrutar el interior de las viviendas y más alla.
Hay algo extremadamente sensual y a la vez perturbador en una mujer que observa. Una mujer que escruta con gesto sombrío y espalda recta es provocador, concepto en el que pretendo englobar a los dos anteriores calificativos. Se infiere seguridad en una mujer que otea. Se deduce que está a punto de tomar una decisión; se intuye que va a solucinar, que el futuro no la asusta y que puedes estar tranquilo pero alerta. Ana me mantenía extrañamente en esos dos estados de manera simultánea, como un ninja jainita.
A esas alturas yo tenía dos cosas claras: una que tenía detrás a una chica que entraba en lo que comunmente se podría denominar como «mi tipo». Otra, que bajo ningún concepto iba a intentar entablar contacto con ella. Por experiencia, sabía que no me atrevería, que al acabar la espera ella se iría, que jamás la volvería a ver y que yo acabaría conociendo a otra chica que me impactaría más o menos lo mismo. Era ley de vida. No servía de nada pasar un mal rato. Era fútil. Inane. Los crucigramas me estaban haciendo mucho daño. Llevar una hora sin hacer nada, esperando detrás de un desconocido con pinta de neonazi, también.
Cierto es que en no pocas ocasiones me había parado a pensar en cuántos amores perfectos habría dejado pasar con esa actitud. Pero como la respuesta bien podría ser ninguno, en todos aquellos momentos había seguido con mi vida sin mirar atrás. Aquel día no iba a ser una excepción. Sobre todo porque Ana disipó cualquier intención comunicativa por mi parte cuando sacó una cajetilla de tabaco y se dispuso a fumar. ¿A las ocho de la mañana? ¿Quién fuma a esas horas? Mala cosa. Eso no trae nada bueno. Mal aliento, mal estado de forma. Todos los puntos perdidos.
Yo no fumaba. Lo había intentado con entusiasmo tiempo atrás, animado por el placer que parecían sentir mis amigos al encender un pitillo y por el aire de rebeldía que otorgaba tener un cilindro de esos entre los labios, pero había sido incapaz de tolerar su sabor ni sus efectos. Mi fracaso como consumidor de tabaco no me había amedretado, no obstante, y había llegado a probar otras sustancias estupefacientes de mayor calado psicotrópico, aunque también con poco éxito. Sin embargo, mi tolerancia al tabaco y a los fumadores era negativa. Me giré y vi a Ana rebuscando en su bolso algo con lo que encender el cigarrillo. Ya me disponía a levantarme cuando ella me dijo: «¿quieres uno?
Había tendido su mano hacia mí, abriendo la cajetilla, incluso sacando levemente el filtro tostado. Me miraba con media sonrisa. Ni tan amplia para parecer excesivamente simpática, ni tan escueta como para aparentar que me ofrecía un objeto cancerígeno por quedar bien. Una sonrisa precisa, exacta, perfecta, si es que se podía denominar sonrisa a aquel gesto conciso pero que lo abarcaba todo y cuyas formas delimitaban un universo entero. Miré la cajetilla. La miré a ella. Volví a mirar la cajetilla. Escuché que insistía con un «¿quieres?» y finalmente acepté.
–Lo estoy dejando –me dijo sin mucho interés mientras acababa de localizar un Clipper en su bolso–. Fumo por aburrimiento.
–Yo también –aseguré mientras me llevaba el filtro a la boca–. Lo de dejarlo –inferí con una sonrisa–. Soy fumador social.
A partir de ahí ya no pude evitar girarme y entablar conversación. Era poco fumador y no quería parecer poco sociable. Lo cierto es que mi socialbilidad era relativa; si en lugar de una chica objetivamente guapa y subjetivamente atractiva me hubiera ofrecido un cigarrillo un chico, por simpático que éste fuera, habría declinado la invitación. Todo esto se me pasó por la cabeza en menos de un segundo, tal era mi capacidad de enmimismamiento. Me sacó del trance la voz de Ana, que continuaba con la charla.
Una conversación animada ya por la potente luz de la típica primavera madrileña en esos días despejados en los que los ecos de la ciudad se pierden en el azul del cielo. Por eso, y porque ya empezaba a entrar en calor, me sentí tímidamente alegre. Por su acento adiviné que era del norte, aunque no supe concretar si de Burgos o de Álava. Resultó que de la segunda. Ella no lo hizo mejor. Me ubicó en Galicia. Fuera como fuera, éramos dos norteños con poco oído en Madrid, esperando en una cola para comprar entradas para un partido que no nos interesaba a ninguno. La verdad, nos reímos un rato. Estuvimos bromeando sobre la posibilidad de llegar a la taquilla horas después y que no quedaran entradas; hablamos de bares nocturnos y comprobamos decepcionados que no frecuentábamos ni siquiera el mismo kilómetro cuadrado. Al poco rato nos pusimos en pie porque la hilera se ponía en marcha.
En ese momento comenzaron los rumores de que no habría entradas para todos, dando algo de forma a los chistes que previamente habíamos hecho. Llegaban en forma de comentario no solicitado por boca de alguno de los allí presentes, sobre todo de los que estaban detrás de nosotros. Argumentaban que, habiendo tanta gente, y teniendo en cuenta que se venderían cuatro entradas por persona, era probable que los pases se agotaran antes de que diéramos la vuelta a la esquina. Yo me sobresalté porque estaba allí con la intención de comprar no cuatro sino cinco entradas, una para mí y el resto para mis amigos. Ana me tranquilizó afreciéndose a comprar ella una, ya que sólo tenía previsto adquirir dos: una para ella y otra para su novio. Así fue como me enteré de que tenía pareja. Lo que no había logrado el tabaco lo logró su estado civil. Sus puntos se habían vuelto a perder. Pero, aunque yo creía haber renunciado a flirtear con ella, lo cierto es que seguimos nuestra conversación cada vez con más complicidad.
Teníamos en común muchas cosas, pero la juventud era la más significativa. Para empezar nos distinguía de casi todos los que estaban a nuestro alrededor en ese momento. El neonazi que estaba delante rondaría los 40 y el grupo que teníamos detrás sobrepasaba la treintena seguro. Por no hablar de la mayoría sesentona, que era especie dominante en aquel entorno. También era normal, era un día laborable. Jubilados y estudiantes universitarios somos los colectivos que más tiempo tenemos a nuestra disposición para perder en colas eternas. Al diferenciarnos de los demás, la juventud nos unía, o más bien nos invitaba a hacerlo. Es un fenómeno casi mágico. Sueltas a dos veinteañeros en un espacio poblado por sexagenarios y no tardarán en encontrarse, reunirse y apartarse del resto de personas de su entorno. Ahora, si hiciéramos el mismo experiento pero al revés, soltando a dos jubilados en un grupo de veinteañeros, los jóvenes se separarían según su estrato sociocultural y los adultos se evitarían como polos magnéticos idénticos. Crecer no es más que aprender a vivir sin los demás.
Así pues, con nuestros recien desarrollados pulmones llenos de humo, dejamos pasar las horas mientras muy lentamente avanzaba la mañana. A Ana comenzaba a pesarle la trenca, ya enrollada en las correas de su bolso. A mí empezaba a pesarme el madrugón. El skinhead nos pidió que le guardáramos el sitio porque quería acercarse a un bar con la intención de aliviar su vejiga y desayunar otra vez. Nos preguntó amablemente si queríamos que nos trajera algo y Ana respondió que sí, que una cerveza. ¿De verdad? ¿Una cerveza? ¿A las once de la mañana? ¿Cuando apenas estábamos empezando a añorar el frescor matutino de la primavera madrileña? Pero si es lunes, por dios.
A ver, que no se me malinterprete. No estoy en contra del consumo de alcohol. En aquella época yo mismo me atiborraba la mayor parte de los fines de semana, siempre que mi presupuesto me lo permitía. Cerveza, whisky, ron, vermú… Me daba igual; todo me venía bien. Aquí yo creo que entraba en juego el corsé de la corrección social que la inestable mezcla de mi aleatoria educación paterna, mi abúlica educación escolar y mi dogmática educación religiosa -que había derivado en ateísmo previo paso por el agnosticismo- habían impuesto en mi cabeza. Porque el problema que se me planteaba no era el alcohol en sí, si no la hora de su consumo. Como si la ética de la ingesta dependiera de un horario prefijado, asumido y acatado por el género humano. Por alguna razón, es más respetable un señor que bebe después de comer que otro que lo hace antes. Pero no sólo el tiempo influye en la decencia del acto etílico, también el espacio: el pub, el club de caballeros o el bingo son escenarios favorables para la consideración positiva del alcoholismo, mientras que la calle o la tasca de la esquina, no.
El cabeza rapada continuaba mirándome a la espera de mi respuesta y contesté que sí, que otra cerveza para mí. Le dimos unas monedas y minutos después nos devolvió dos latas de San Miguel de medio litro. Definitivamente, el buen rato que estábamos pasando comenzaba a torcerse sin remisión. Medio litro. A las diez de la mañana. A quién se le ocurre, le dije a Ana, ¿no se da cuenta de que se nos va a calentar antes de que la acabemos? Ana rió. Y yo con ella cuando comprendí que ella había entendido como un chiste lo que yo decía completamente en serio. Quizá el camel se me había subido a la cabeza, no lo sé, pero recuerdo que reí un poco más de la cuenta y que ella se contagió. En un momento dado nos vimos sentados en un bordillo, rodeados de gente bizarra, con un litro de birra entre los dos en la mano y llorando de risa.
La risa es la mejor droga que hay. He probado varias y os puedo decir que el mejor efecto de la mayoría de ellas es lograr hacerte reir. Hay dos sentimientos que el ser humano sueña con revivir una y otra vez: la emoción del primer amor y la excitación de la risa descontrolada. Ambos son efímeros, ambos son, icluso me atrevería a decir, subestimados por el género humano. Los dejamos correr como quien deja el grifo abierto al creer que el agua no se agota, y con el paso de los años la sequía nos hace añorar la sobreabundancia del pasado. Anhelar la sensación del enamoramiento juvenil es como querer prolongar un orgasmo milésimas de segundo después de que haya acabado: imposible lograrlo pero muy difícil dejar de intentarlo.
Total, que reímos durante más de un minuto sin parar. Llorando, incluso. Sentados en un bordillo, jóvenes y hermosos. En esa tesitura fue casi natural que acabáramos apoyados el uno en el otro durante unos segundos que me parecieron eternos. Un roce de hombro con hombro o cabeza con hombro, no lo sé muy bien ni creo que ya importe. Nos dimos cuenta de tal exceso y nos recompusimos, secándonos las lágrimas y, dando sorbos muy pequeños a la cerveza, retomamos una conversación aplazada minutos antes sobre qué equipo queríamos que perdiera aquel partido. Ninguno lo teía muy claro. Íbamos totalmente abiertos a cualquier resultado. Coincidimos en que es maravilloso ir a un encuentro deportivo y que te dé igual el resultado; poder disfrutar con cada jugada de ataque o con cada acción defensiva. A mí me parecía que era como ir a una orgía siendo bisexual y sin querer lo dije en alto. A Ana le salió la cerveza por la nariz. Volvimos a reír. El nazi ya nos miraba un poco mal. La cola avanzaba lenta pero segura, como se suele decir. No parecía haber riesgo de descarrilamiento. También expresé ese pensamiento en alto. Reímos y brindamos. El alcohol empezaba a hacer sus efectos en dos estómagos vacíos.