Lo que diga el balón

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Una de las razones por las que creo que el neoliberalismo está calando en buena parte del electorado español como un cuchillo caliente se hunde en la mantequilla es porque es la ideología que impera en el fútbol patrio moderno, y eso viene a ser como si fuera la ideología de dios (que igual también). Por una parte, es la ideología del balompié porque puede, ya que el neoliberalismo no implica necesariamente la concurrencia de una democracia; la única libertad que de verdad defiende es la de mercado. Para todo lo demás, ya saben, tarjeta de crédito. Por otra, es la ideología del fútbol porque sus mantras son muy fáciles de adaptar a la estructura jerárquica de las organizaciones que mandan en él. Por ejemplo, la meritocracia está absolutamente asumida por buena parte de los equipos y aficionados y los argumentos que la defienden están ampliamente extendidos a lo largo y ancho de la geografía ibérica. Así, está perfectamente justificado, por ejemplo, que ante un reparto de fondos provenientes, qué sé yo, de los derechos televisivos, por decir algo, los clubes más grandes reciban muchísimo más que los más pequeños. Porque es lo más justo. Porque son los que más generan. Y hay, incluso, quien lo justifica por el bien de la propia liga. La competición es mucho mejor así. Y ya está, no hay más que hablar.

Con este tipo de políticas internas, no es de extrañar que el fútbol español empiece a mostrar los síntomas propios de un modelo librecambista: desiguadad, crecimiento anual de la brecha entre los equipos y bloqueo del ascensor social. Este último punto es especialmente evidente en una estructura de competición deportiva, habida cuenta de que existen diferentes divisiones en las que se alojan equipos de lo más variado: desde un club de barrio hasta otro con presupuesto superior al de una ciudad de tamaño medio. Se podría decir que todos practican el mismo deporte pero no juegan al mismo juego. Pero no es menos evidente la desigualdad, que es a la vez origen y consecuencia, y sin la cual los más ricos no podrían seguir creciendo. Y también es notorio el crecimiento de la brecha económica, que ha llegado a un punto en el que es imposible saldar, pero tampoco da la sensación de que sea imperioso hacerlo. La competición no va eso, parece ser.

Pero el hecho de que el neoliberalismo del fútbol haya calado entre la población no se debe a que sea una ideología de resultados contrastado, que lo es para los más poderosos, apenas el 4% de los equipos profesionales, sino a que los medios de comunicación glosan sus excelencias en una loa continua de pleitesía casi servil. No las excelencias del neoliberalismo, no; la de los clubes más poderosos. Ellos son, gracias a la prensa, el espejo en el que incluso los aficionados de otros equipos más pequeños se quieren mirar, de la misma forma que un millonario ostentoso es ese mismo reflejo para un humilde trabajador. Toleramos que los grandes equipos campen a sus anchas, fichen jugadores a golpe de talonario, incumplan el fair play financiero y tengan deudas con Hacienda de la misma forma que jutificamos que un millonario evada impuestos, haga uso de un avión privado para desplazarse a una fiesta para recaudar fondos contra el cambio climático o sea eximido del impuesto de sucesiones. Porque, aunque jamás heredaremos lo suficiente para tener que abonar dicho impuesto, aunque los servicios públicos se deterioren por falta de ingresos, nosotros queremos ser ese millonario y, aunque jamás lo lograremos, queremos que esos privilegios estén ahí por si acaso. En la Liga de fútbol nos han dicho que es lo más justo. Si lo dice el balón, tiene que ser verdad.

La mejor gestión del universo. Capítulo 1: Calatravismo

Hoy he vuelto, después de mucho tiempo, a este blog para hablaros de mi ciudad, Oviedo, la ciudad mejor gestionada del mundo durante los últimos 40 años. Me quedo corto; la ciudad mejor gestionada del universo. Y ocuparé las próximas líneas en explicar los motivos. No los motivos por los que creo que es la ciudad mejor gestionada del universo, no, no hay subjetividad posible en este texto; los motivos por los que es -y todo el mundo debe saber que es- la ciudad mejor gestionada del universo desde hace cuatro decenios. Desarrollaré los argumentos, obviamente, con casos prácticos, pero todos estarán sustentados en dos cuestiones fundamentales que se han mantenido invariables a lo largo de los lustros: quienquiera que ocupe el sillón de la alcaldía se ha esforzado bien por satisfacer las demandas de los ciudadanos bien por corregir los desmanes de los ciudadanos. Comprobará el lector que acudiré de forma recurrente a alguna de las dos opciones porque son las que han movido los ágiles engranajes de la maquinaria municipal. En sucesivas entradas relataré de forma pormenorizada cómo la mejor gestión del universo construyó la hermosa urbe que hoy habito.

Calatravismo

Comenzaré con un ejemplo evidente. Los ovetenses tenemos tendencia a apreciar las grandes construcciones y a los que las diseñan. No es que tengamos un gen especial para el buen gusto, eso todavía no se ha demostrado de forma científica, pero sí es cierto que la propia ciudad hace que adquieras la capacidad de detectar la auténtica calidad arquitectónica, como si al entrar en Oviedo cruzaras un campo de fuerza que automáticamente te convierte en jurado de los premios Pritzker. Hará algo más de 20 años ya que los ciudadanos de Oviedo, temerosos ante la posibilidad de tener que acabar viviendo en la única urbe de carácter cosmopolita del mundo que no tuviera en su callejero un edificio firmado por Calatrava, comenzaron a pedir al Ayuntamiento, de forma sosegada al principio, pero airada y vehemente al final, que se levantara uno en la ciudad, a ser posible derribando el campo de fútbol que tan a mano tenían los aficionados por estar a escasos metros del centro urbano. Los más veteranos recordarán las manifestaciones. Fueron movilizaciones pacíficas y muy bien organizadas. Con mucho gusto. Pancartas bien escritas, con lemas poderosos y, sobre todo, bien impresas en una lona de calidad, resistente al agua. Como la de los circos pero satinada. Se cantaron consignas rompedoras y, lo que es más importante, a tempo. Esto es muy importante, porque hay manifestaciones en las que los participantes van desacompasados, y eso resulta ciertamente incómodo y engorroso para cualquier asistente comprometido con una causa justa. En casi todas las marchas se cantó con buen timbre y mejor voz la consigna “CA LA TRA VA, CA LA TRA VA” durante varios segundos. Así, separando bien las sílabas para que se entendiera bien el nombre y añadiendo cierta carga de intensidad a la entonación, sobretodo en las sílaba tónica, como para dar énfasis al dramatismo del momento. En otras ocasiones se cantó “CAAAAAAA LATRAVA” seguido de cinco aplausos a corcheas, pero dejando un silencio en la tercera y la quinta. Un cántico muy pegadizo y rítmico que fue iniciado en la mayor parte de los casos por el grupo etario comprendido entre los 45 y los 65 años, y que invitaba a acompañarlo de un bamboleo a medio camino entre y amago de baile y un intento de dar saltiquinos. En una de las manifestaciones hubo un intento de abordar un ALABÍN, ALABÁN, ALABÍN BON BAN, CALATRAVA, CALATRAVA, CALATRAVA Y NADIE MÁS, pero los impulsores de la tonada recibieron una advertencia de la multitud, ya que cabía la posibilidad de tener que organizar otras protestas en días venideros para pedir algún edificio de algún otro arquitecto de postín.

Las manifestaciones fueron un éxito de crítica y público, por lo que el ayuntamiento se puso manos a la obra y contactó con el arquitecto. Por lo que sea, Calatrava no quería aceptar el dinero de los ovetenses, pero Oviedo es la capital de Asturias, y en Asturias ningún foriatu te invita a un culín (el refrán es mío, pero lo podéis usar). Así que la ciudadanía instó al equipo de Gobierno local de forma seria a convencer a Calatrava de que aceptara una pequeña contraprestación, ya que la obra tan sólo costaría 76 millones de euros, poco más de lo que cuesta una biblioteca, tal y como comentaremos en posteriores capítulos. Una vez firmado el proyecto, los trabajos fueron pura eficiencia, aunque salpicados aquí y allá por episodios aislados de injerencia de los ciudadanos, que querían estar en todo. Así, el ayuntamiento tuvo que intervenir para que el edificio fuera levantado con material sensible a la oxidación, porque a los ovetenses les parecía que el acabado sería “vintage”. Medió también para que se modificara el diseño original porque los vecinos creían que la visera del palacio de congresos era mejor que fuera fija, y no móvil como preveía el autor. El resultado fue aplaudido por todos al ajustarse a los más altos estándares de calidad, precisión y belleza objetiva. Estos pequeños caprichos de la ciudadanía provocaron apenas una ligera desviación del presupuesto original y el colosal monumento acabó costando 360 millones de euros. Poco, no obstante, para un funcional edificio poco accesible, llamado a sustituir a Santa María del Naranco como imagen icónica de toda Asturias, y en el que cabía de forma cómoda, ordenada y eficaz varios departamentos de la administración regional, un hotel, un palacio de congresos y un centro comercial que el Gobierno local quiso dedicar a un tipo de comercio singular y sugerente. Lo quiso pero no lo consiguió, porque los ovetenses pidieron que tuviera las mismas tiendas que en todas partes para asegurar su éxito.

En definitiva, gracias a sus regidores Oviedo cuenta con un edificio de diseño multiusos que a día de hoy está a pleno rendimiento, excepto por el centro comercial y el palacio de congresos. Tal es su capacidad multifunción, que el Calatrava lleva el cariñoso apelativo de “El Centollu”, porque del centollo, como se sabe, se aprovecha todo: su carne es sabrosa, su caparazón sirve para hacer cascos de segway y con sus ojos se hacen los famosos pendientes redondos de azabache que tan típicos son de Oviedo.

El escorpión y la rana, Castilla y León edition.

Había una vez una rana sentada en la orilla de un río llorando desconsoladamente porque había perdido muchos de los apoyos que tenía en el bosque por culpa de un escorpión, y tenía miedo de que su popularidad decayese a límites insospechados porque los partidarios del artrópodo no hacían más que meterse con ella llamándola cobarde. Un día soleado en el que la frondosidad parecía más verde que gris, mientras la ranita ayudaba a las cigarras a conseguir que las hormigas trabajaran más durante más tiempo y a cambio de menos granos de recompensa, el escorpión salió de su madriguera mostrando una sonrisa que le llegaba de pinza a pinza. Él también quería que las hormigas trabajaran más para las cigarras, así que se sentó a observar cómo éstas explicaban a todo el hormiguero que habían estado cavando por encima de sus posibilidades (igual que los enanos de Moria, que habían despertado al Balrog). Absorto en sus pensamientos, al alacrán le dio la hora de comer. Bien es sabido que los escorpiones, como el resto de los seres que pueblan el bosque, si no comen se mueren, así que se desperezó y se dirigió hacia el único punto donde podía encontrar alimento: al otro lado del río Legislatura. A pesar de que en aquellos momentos el caudal era menor de lo habitual por el cambio climático, el escorpión era incapaz de cruzar al otro lado solo. Por eso, y a pesar de que se había pasado años mofándose de la rana y tratando de desprestigiarla, se dirigió al batracio y le pidió con desconocida amabilidad que le llevara a cuestas atravesando el cauce.

— ¿Que te lleve a mi espalda? -contestó la rana-. ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco! Si te llevo sacarás tu aguijón, me picarás y me matarás. Lo siento, pero no puede ser.
— No seas tonta -le respondió entonces el escorpión-. ¿No ves que si te pincho nos hundiremos ambos en el agua? Yo no sé nadar, así que también me ahogaré.

La rana, después de pensárselo mucho se dijo a sí misma que era verdad, que si el escorpión le picaba en la mitad del río Legislatura se ahogarían los dos. “No creo que sea tan tonto como para hacerlo”, se dijo a sí misma. Recelosa pero confiando en el razonamiento al que ella sola había llegado, la rana se dirigió al escorpión y, en lugar de negarse a ayudarle y dejarle morir de inanición sin alcanzar la orilla del río Legislatura, aceptó llevarle en su lomo, y ambos se dispusieron a cruzar las bravas aguas.

Llegados a este punto, la historia deja de esta escrita y el camino se bifurca; se abren dos posibilidades. Una es que el escorpión responda a su propia naturaleza y aguijoneé a la rana en el medio del río y que mueran ambos o queden heridos. La otra es que los dos logren cruzar y que, una vez al otro lado, el escorpión le dé el picotazo mortal al batracio y se quede con todos sus seguidores. Sea como sea, la rana tendrá que hilar muy fino para salir airosa del trance.

Foro dijo no

Ahora resulta que una parte de los defensores de la oficialidá del asturianu tienen sus esperanzas puestas en Foro, un partido que en las segundas elecciones a las que se presentó en su vida llevaba como punto fuerte de su programa electoral la recuperación de Gibraltar para el Estado Español. Va a ser verdad eso de que la política propicia extraños compañeros de cama. Es obvio que este Foro ya no es el que era, ya no es el que nació como FAC de la mano y para mayor gloria de F.A-C. Ambos Foros mantienen en común un espíritu regionalista a descubrir, que el primigenio ya no podrá demostrar y el vigente asegura llevar en el ADN, pero no son el mismo partido, aunque el segundo anteponga bajar los impuestos a los ricos a una de las más arraigadas reivindicaciones del regionalismo astur como la oficialidá de la llingua. Estamos hablando de partidos diametralmente opuestos, por supuesto, como nos han querido hacer ver. Del Foro original, por tanto, ya no merece la pena que hablemos porque no existe. Nada queda de él. Hablemos, pues, del actual.

De entre las características que distinguen al moderno Foro del arcaico FAC destacan la capacidad de diálogo, negociación y entendimiento, tres virtudes que el Foro de hoy en día tiene pero que el Foro Antecesor no cultivaba. De hecho, la notoria ausencia de éstas fue el desencadenante de la caída en desgracia de la formación cuando estaba en lo más alto, es decir, en el Gobierno del Principado de Asturias. Haber sido incapaz de negociar nada a izquierda o derecha, sobre todo los Presupuestos, fue el primer copo de nieve que generó la bola que acabó arrasando un partido de Gobierno hasta convertirlo en una suerte de URAS.

No estoy diciendo que Foro tenga nada que ver con URAS, aparte de que son dos partidos de derechas fruto de escisiones del Partido Popular provocadas por la misma persona, liderados ambos por políticos que habían ostentado responsabilidades de Gobierno, que abrazaron el regionalismo y que fueron de más a menos en la Junta General del Principado tras demostrarse incapaces de abatir al PP. Pero poco más, de momento. Tampoco estoy diciendo que el partido ahora de Carmen Moriyón vaya a acabar como el de Sergio Marqués, nada más lejos de mi intención, a pesar de que todos los indicios apunten en esa dirección dada la pujanza de otras fuerzas de la derecha, algunas de muy a la derecha. No, Foro no lo tiene todo perdido. Digamos que lo tiene difícil, pero no perdido. Y, en parte, eso se debe a que algunos defensores de la llingua tienen sus esperanzas puestas en ellos.

Y son -creo yo- esas esperanzas asturfalantes las que impiden que en esta legislatura se vaya a aprobar la reforma del Estatuto de Autonomía necesaria para dar impulso a la oficialidá del asturiano. Foro, en claro retroceso electoral prácticamente desde el primer día que asumió el Gobierno del Principado, necesita pescar votos. Puede que no sean muchos, pero ahora mismo hay asturianistas dispuestos a prestar el suyo con tal de lograr la oficialidad. Dispuestos, incluso, a tragar con políticas neoliberales con tal de alcanzar sus objetivos. Lo malo (para Foro) es que no hay elecciones convocadas. Si ahora Moriyón y Pumares ceden, dicen sí al nuevo Estatuto y se aprueba la oficialidad, todo serán loas para ellos por parte de los defensores de la llingua, pero cuando lleguen los comicios, los que sean de derechas buscarán el voto útil de la derecha, y los asturianistas que sean de izquierdas votarán a su partido de izquierdas. Ya no será necesario Foro y pocos se acordarán de él. Tan sólo los asturianistas de derechas, que los hay, aunque se han demostrado escasos para sostener a una formación de este tipo en el tiempo, podrían mantener su fidelidad.

Por eso, la estrategia correcta para los foristas es mantener la tensión llingüística hasta la próxima cita con las urnas y llevar entonces la oficialidá por bandera. Cuando llegue ese día ya se verá la correlación de fuerzas que hay en el Congreso de los Diputados y en la Junta General del Principado. Ya se verá qué se puede pedir y qué se puede dar en la negociación. Pero lo importante para Foro es poder seguir representado en el Parlamento asturiano, aunque sea de manera escasa; ganar tiempo para reconstruirse, 4 años más para descubrir si el proyecto se afianza o corre la suerte de sus antecesores.

Por todo esto opino que Adrián Pumares dijo no a la reforma del Estatuto de Autonomía. Pero no lo dijo ahora, sino ya en el Debate de Orientación Política en el que puso sus condiciones para avalar la oficialidá, entre ellas quitar impuestos a los ricos. Foro dijo no. Porque un sí condicionado a que tres partidos de izquierdas traicionen su ADN asumiento las exigencias fiscales de la derecha neoliberal es una negativa. Es dar calabazas. Es hacerle la cobra al asturianismo, incluso. Y es legítimo, porque Foro es un partido de derechas y debe defender su intereses por orden de prioridades. Además, ese sí condicionadísimo es el incio de la construcción del relato, que es lo que importa en esto de la política. Y el relato es importante porque, como decía unas líneas más arriba, el partido de la oficialidá puede que se acabe jugando en otras elecciones para las que va a ser necesario pescar votos. Y, de la misma forma que cada partido se va preparando con las construcción de su relato, cada elector debe ir posicionándose en un caladero.

A cero

Todo lo que sé de fútbol lo aprendí en mi transición de niño a adolescente en el viejo Tartiere, escuchando voces con olor a orujo y faria que bramaban con cada jugada intentando superponerse las unas a las otras como olas alitósicas. Gritar en una grada, intentar hacer notoria una opinión que a nadie interesa, se me antoja hoy como el germen prehistórico de las redes sociales, sobre todo porque muchos de aquellos aullidos solían recibir lo que hoy conocemos como zascas, aunque entonces eran meras respuestas a los exabruptos, siempre anónimas, proferidas desde algún punto indeterminado del graderío y frecuentemente recibidas con sonoras carcajadas por buena parte del público cercano. Más adelante, a medida que el siglo pasado se apagaba y el nuevo comenzaba a brillar, también recibí lecciones futbolísticas de barra de bar, como casi todo el mundo. En realidad, el perfíl del sabio de barra no dista mucho del bramante de almohadilla, apenas les diferencia el nivel de decibelios. Desde hace unos años acumulo saber balompédico gracias a Twitter, la única esfera vital -aunque virtual- en la que todos sus miembros tienen razón.

He tenido, por tanto, los mejores maestros. He escuchado a expertos criticar a Duvobsky por vago, a sabios alabar a Oli por currante, a técnicos cuestionar a Irureta por cobarde y a eruditos elogiar a Egea por estratega. He escuchado de todo. Los hay que mantienen sin inmutarse que hay que hacer un equipo tirando únicamente de cantera, otros aseguran que hay que fichar a los mejores y los hay que piden traer promesas de allá donde surjan. Unos pondrán la mano en el fuego por la defensa de 5 con carrileros, otros ven imposible, literalmente imposible, subir si no es con un 4-4-2. Para esos, un jugador recién fichado sólo sirve para cortar la progresión de uno de la casa; para aquellos, hay jugadores que son convocados por amiguismo: juegan por decreto, dicen, como queriendo criticar que la alineación no sea sometida a referendum.

De todas esas fuentes he bebido y y mi conocimiento futbolístico ha crecido regado por su sabiduría. Hoy, por tanto, puedo sentarme ante el teclado para poner por escrito la enseñanza básica adquirida después de años de atenta escucha con mirada inquieta: no existen opiniones acertadas sobre fútbol, sólo mayoritarias o minoritarias. Aunque piense lo contrario, ningún aficionado ve la imagen completa, todas las opiniones están aleatoriamente condicionadas, viciadas por las circunstancias, eponzoñadas por los prejuicios, las antipatías, simpatías, faltas de empatía y total o parcial falta de conocimiento sobre lo que pasa puertas adentro en el vestuario. En definitiva, nadie tiene la razón. En lo relativo a la contraposición de pareceres entre aficionados, si hubiera que decidir qué opinión es más atinada, hay un empate. Un emparte a cero.

Es algo que tendríamos ir asumiento para ir a los partidos con otro talante, uno más alegre; para tratar de presenciar los encuentros con la perspectiva de pasarlo bien, en lugar de ir a amargarse, porque -sobre todo si eres del Real Oviedo- vas a sufrir igualmente. Hay entrenadores que han jugado toda su vida al mando de distintos técnicos, que se han curtido después en banquillos de medio planeta, que han visionado miles de partidos, que han conocido cientos de jugadores y que son cuestionados por alguien incapaz de ganar sin hacer trampas en el pcfutbol. Sí, me refiero a ti, que te crees que lo sabes todo. Pero no sabes más que yo, claro, que he tenido los mejores maestros.

En pelotas

Santiago Abascal se ha confesado perplejo y no hay mayor expresión de sinceridad que la de reconocer que uno está confuso, sin palabras ágiles, sin argumentos concretos, sobrepasado o fuera de juego. No hay mayor ejercicio de honestidad que reconocerse perplejo porque es la expresión verbal de la mismísima desnudez intelectual. Abascal ha reconocido estar en pelotas.

Si este mundo no fuera implacable y existiera la más mínima compasión en el género humano, el debate de la moción de censura que el propio Santiago había presentado tendría que haber acabado ahí, justo ahí, en la proclamación de la perplejidad, en la rendición, en la expresión sincera y honesta de la impotencia. Pero en política no se hacen prisioneros y el jefe de Vox tuvo que aguantar hasta el final lo que él mismo había comenzado. Se confesó perplejo tras la intervención del líder del PP y el propio Pablo Casado, lejos de mostrar clemencia, tuvo tiempo para seguir urgando con sus dedos en la herida.

La única paz que pudo encontra Abascal desde su confesión de desnudez hasta que salió del hemiciclo fue la que le otorgó que los siguientes portavoces decidieran hacer como que no existía para dejar de hablar de la censura y ponerse a hablar de sus cosas, de sus consejos generales del poder judicial, sus Cánovas, sus socialdemocracias y sus democristianos, como los niños que no juegan a lo que dice el que cumple años, pero con el inconveniente de que el protagonista no puede coger su balón e irse a su casa.

Es difícil saber que va a pasar en las próximas elecciones porque es probable que -como le espetó ayer Inés Arrimadas al propio Abascal- el Gobierno vaya a aguantar y vaya a acabar la legislatura. Faltarían, por tanto, varios años para que se vote. Largos años de perplejidad. Pero, aunque no podamos saber qué pasará cuando esos años terminen y vuelvan las urnas, sí podemos intuir lo que puede pasar a partir de ahora en el Congreso. O, más bien, las salidas que tiene Vox en la Cámara.

Una cosa que es segura es que el partido a la derecha del PP tendrá que elegir entre la polarización o el centrismo y no parece que pueda haber dudas sobre cuál será su preferencia inmediata. El papel de outsiders podría ser el que mejor encaje en su personalidad, si es que los partidos políticos pueden tenerla. Es un rol que encaja también en sus votantes, a quienes les suele gustar autodeniminarse «políticamente incorrectos» porque «antisistema» huele demasiado a «perroflauta».

Y cuando digo sus votantes, me refiero a sus votantes, no a los que tiene prestados de otros partidos. Porque, claro, Vox tiene muchos electores flotantes que se pueden ir tal y como vinieron, como le pasó a Foro en Asturias, que llegó a Gobernar y ahora está a punto de desaparecer. Votantes que fluyen como un riachuelo revuelto entre las distintas tendencias políticas. Será interesante ver cómo Abascal intenta retenerlos a la vez que lucha a pecho descubierto contra Soros.

Muchos de esos votantes fluctuantes, que van y vienen como abejorros zumbantes, pasan de flor en flor sin importar que las plantas sean rosas, lilas o cardos. Eso les da igual; lo que les importa es que el lider del partido al que votan sea una deidad, incluso un caudillo, pero, en todo caso, alguien fuerte y recio que nunca vaya a hincar la rodilla. En este sentido, demostrar reiterada y públicamente de perplejidad, reconocer la propia confusión e incredulidad, asumir la debilidad de la desnudez podría ser interpretado por alguno de esos votantes como una expresión de fragilidad. Podría, incluso, ser intepretado como un síntoma de humanidad. Eso, en un electorado que sólo busca un mesías, podría suponer un obstáculo a largo plazo.

Se intuye que Abascal se reconstruirá desde un extremo del campo. Por su bien, debería tener cuidado con no salir del terreno de juego. Por su bien y por el de todos, claro.

El orden de los factores

En el fútbol, el orden de los factores sí altera el producto. Ejemplos hay de sobra, como que no es lo mismo jugar con un 4-4-2 que con un 2-4-4, por mucho que finalmente haya 11 jugadores sobre el terreno de juego. En el fútbol todo son números pero la forma en la que éstos se ordenan determina muchas cosas. En concreto hoy quiero referirme a la consecución de la permanencia por parte del Real Oviedo en la penúltima jornada. Depende de cómo se ire, un hito.

El Real Oviedo tuvo suerte. No por haber logrado la permanencia, algo que consiguió de forma justa y más holgada de lo que pudiera haber parecido meses atrás, sino por la forma en la que se repartieron los puntos que hicieron posible que el club no pierda la categoría de plata. El conjunto azul firmó la permanencia gracias a una parte final de la segunda vuelta muy meritoria. En una hipotética clasificación desde que se retomaron los partidos con el fin del confinamiento sanitario, el Oviedo ocuparía puestos de privilegio. Haber finalizado la campaña en una trayectoria ascendente es una auténtica inyección de moral para la afición, para los jugadores que se queden en la plantilla y, en definitiva, para todo el club, ya que durante buena parte de la temportada el equipo jugueteó con el descenso y nos hizo recordar a todos la dureza de la segunda división b.

Desde la victoria contra el Zaragoza no dejo de leer (a veces atónito) comentarios sobre la planificación de la próxima temporada. La afición lleva días generando la ilusión que moverá al equipo la siguiente campaña, una ilusión que no deja de ser la sabia que alimenta este deporte, por mucho que a los máximos responsables de La Liga a veces se les quiera olvidar. Ya se habla de fichajes, de bajas, de renovaciones. Ya se mira al futuro. Y todo gracias a que el equipo se ha salvado en la penúltima jornada después de un brillante final de liga.

No sé con cuántos puntos acabaremos la temporada porque todavía queda una jornada por disputar (pongamos que los mismos que tenemos ahora, es lo de menos para el siguiente ejercicio), pero imaginemos que la forma de conseguirlos hubiera sido diametralmente opuesta. Imaginemos que el Real Oviedo arranca la liga en puestos de ascenso, desplegando buen fútbol, batiendo a domicilio al Zaragoza y al Sporting, para luego entrar en una dinámica abúlica e isulsa y terminar logrando la permanencia en la jornada previa a la clausura de la competición. Depende de cómo se mire, un fracaso.

A poco que el lector sea oviedista y siga las redes sociales, podrá imaginar cómo estaría el oviedismo: ira y fuego. Se pediría que rodaran cabezas, se exigiría una plantilla nueva, se insultarían los partidarios de unos y otros jugadores para desaliento del resto. La pretemporada estaría viciada y cada fichaje cuestionado. El aficionado habría visto insatisfecho su derecho a una temporada digna y querría venganza, que no compensación; la presión sobre los jugadores sería tremenda al inicio del siguiente curso liguero. Es fútbol ficción, claro, pero es la teoría que me sirve para volver a decir que el Oviedo tuvo suerte en la forma de cosechar sus puntos.

Desde hace años, el club envía un mensaje que muchos los aficionados reciben pero no todos interpretan: humildad. Haber hecho grandes campañas en épocas pretéritas no gana partidos, así que a quienes jueguen la próxima temporada en nuestras filas les quiero pedir 53 puntos y que los consigan de forma rápida aunque no sean capaces de aspirar a más, pero que finalicen la temporada en alto, es decir, con victorias. Además, a quienes dirijan la entidad y a los aficionados les quiero pedir lo mismo: sensatez y conocer nuestra historia. La buena y la mala, claro.

Solidaridad insolidaria

He decidido recuperar un viejo texto porque he estado observando que, en estos días aciagos de pandemias y confinamientos, hay mucha gente que confunde la solidaridad con la limosna. Y eso está muy mal, porque la solidaridad pocas veces trae nada bueno, lleva a revoluciones que perjudican a la economía y a los ciudadanos de bien; la adhesión a la causa de terceros es el germen de ideologías perversas que derivan en ideas extremistas y, lo que es peor, populistas, mientras que la limosna ayuda a los necesitados en los momentos de infortunio. Que particulares altruistas suplan los servicios que debería facilitar una administración pública que de verdad se preocupe por los ciudadanos, eso es lo verdaderamente motivador. Qué puede haber más hermoso que ver a quienes tienen capacidad económica mitigar la desesperación del desamparado de forma puntual, toda vez que el Gobierno de turno es incapaz de hacerlo al carecer de recursos necesarios. Nada. Cero. Nichts.

No tengo los datos necesarios para asegurar categóricamente que son todos, pero, en general, la gran mayoría de las personas adineradas, y que además son caritativas, quiere que los pobres sigan siendo pobres, aunque unos no lo digan y otros no lo sepan. Y no hay nada de malo en ello. No hay de qué avergonzarse, es el orden natural de las cosas. Tampoco estoy descubriendo la pólvora con esta sentencia. La limosna, se entienda este concepto como se entienda, es un garante de que los necesitados van a seguir viviendo y, más en concreto, van a seguir viviendo pobres, que es de lo que se trata. Y eso está muy bien, porque siendo los recursos y el dinero finitos -como son-, cuanto menos tengan los que tienen poco, más tendrán los que tienen mucho, que al fin y al cabo son los que generan la riqueza. Es que es de Perogrullo. Y si esta expresión os parece un tanto clasista, lo diré de otra forma: cuanto más tengas los que crean el empleo de la nada, menos tendrán los de se empeñan en vivir de las subvenciones. Es tan básico que no sé ni para qué me molesto en escribir nada.

Impuestos, dirán los populistas. Para qué, responderán las personas de bien. Para qué los necesitamos. Si vemos que la administración -pongamos por ejemplo el sector de la sanidad- necesita de algún instrumento, lo lógico es que se lo donen los que pueden hacerlo, porque si no, el Gobierno de turno, si es bolivariano, se empeñará en adquirirlo con recursos obtenidos de los impuestos. Y eso es una incongruencia, porque a los ricos les sale más barato regalarlo que pagar esos impuestos. Es decir, la administración no sabe gestionar. Entre pagar 1.000€ por un producto o pagar 10.000 para que otro compre ese producto, ¿tú que elegirías? Está claro, ¿no? Es la demostración de que los impuestos no valen para nada.

La limosna sirve, entre otras cosas, además, para lavar conciencias. Dejarlas como una patena. Y una persona con la conciencia aseada se siente con la legitimidad moral de decir «yo esto no lo tributo, porque me lo he ganado». La conciencia brillante que nos deja la limosna nos permite defender con más ahínco los recortes de servicios sociales públicos, tan necesarios (los recortes) para poder desviar los recursos a asuntos más importantes, como sanear los bancos privados gracias a créditos de dinero público que jamás serán devueltos. Una conciencia pulcra para gobernarlos a todos. Una limosna para atraerlos y atarlos en la pobreza en la Tierra de España, donde se extienden las Sombras, donde la crisis ha dejado miles de familias sin recursos para pagar la calefacción en invierno porque se empeñaron en vivir por encima de sus posibilidades. Una Tierra en la que la supresión de derechos sociales es recibida en el parlamento entre aplausos y gritos de «qué se jodan», pero no pasa nada porque el domingo voy a misa y allí doy mi moneda. Estamos salvados gracias a un mísero euro que cambia de manos. Un euro que es una condena para el que lo recibe, aunque él no lo sepa.

Sin nombre

Primavera de 1994.

Siempre había pensado, incluso afirmado de forma pública, que sería incapaz de mantener una relación sentimental con una chica que tuviera pareja. Era una idea quién sabe si inculcada por una irregular educación católica mal asimilada o por culpa de la nula educación sexual y sentimental que recibía en casa. Vista con perspectiva la educación general que había recibido de mis padres, pero también del colegio y del catecismo en mi parroquia, era un milagro que a mis 20 años mantuviera la capacidad de relacionarme con otras personas -independientemente de su sexo o condición sexual- de una forma humanamente aceptable. Entonces no lo sabía, pero haber tenido varias novias desde la adolescencia hasta la plenitud adulta suponía un hito que nadie jamas me iba a reconocer. Pero cuando eres ajeno a tu propia falta de empatía también eres insensible a las fronteras de tu reducidísimo mundo, lo que facilita una existencia placentera siempre que tu pequeño universo esté en orden.

Mi falta de empatía nunca fue total. De hecho, uno de los motivos por los que rechazaba la idea de tener una aventura con alguien comprometido era la ley de «no hagas a nadie lo que no quieras que te hagan a ti». Es decir, en la piel del novio de la chica sí que me podía llegar a poner. El otro motivo de mi extraña lealtad a los desconocidos era mi desconfianza hacia las personas que pueden traicionar a un ser querido. Si pueden engañar a su actual novio, pueden engañar a cualquiera, solía razonar yo para zanjar cualquier debate al respecto. Y así fui pululando por la vida hasta cumplir los 20: pensando que no era buena idea tentar a la mujer del prójimo, por desconocido que éste fuera. Hasta que conocí a Ana.

Sucedió un luminoso día de abril en Madrid. La ciudad seguía siendo fría a primera hora de la mañana. Un ligero viento gélido rasgaba mis lágrimas sin que la perspectiva de una tarde cálida pudiera disipar mis dudas sobre si haber salido de casa abrigado con una ligera chaquea vaquera había sido buena idea. Encorvado, con las manos refugiadas en las axilas, aguardaba a que la primera luz del día se filtrara entre los huecos de la silueta urbana. Esperaba eso y también que abrieran las taquillas en las que se venderían aquella mañana las entradas del siguiente partido entre el Madrid y el Barça. Había calculado erróneamente que llegando antes de las siete de la mañana sería el primero. Tuve que doblar la esquina y esquivar varios campamentos mochileros (uno de ellos con fogata incluida) para encontrar mi sitio en la cola. Nunca podré olvidar las primeras palabras que, pocos minutos después, ella me dijo: «perdona, ¿eres el último?».

Efectivamente, lo era. Y se lo hice saber con una sonrisa breve pero intensa. Porque empatico e intérprete de sentimientos, poco; simpático, a rabiar. En cuanto le confirmé que ahora ella ocupaba el último lugar, recuperé mi postura contorsionada, le di la espalda y seguí tiritando. Sin embargo, al rato me giré levemente para tratar de comprobar visualmente que mi primera impresión sobre la belleza de aquella chica no estaba equivocada.

Soy de los que piensan que la belleza no es subjetiva. Existe una belleza objetiva, inapelable y brutal que nadie puede negar. Una belleza capaz de alcanzar consensos unánimes con los que ninguna otra cualidad humana podría soñar. Muchas mujeres y hombre la poseen, lo que no implica que el resto nos tengamos que sentir atraídos por ellos. Ahí es donde se empieza a esbozar la frontera entre la belleza objetiva y el atractivo subjetivo. Ana cruzaba ese límite, transitaba por él como si fuera su propia casa. Casi se podría decir que era objetivamente atractiva.

Me cazó mirando y decidí concentrarme en el cielo despejado y dejarla en paz. El hormigón del centro de Madrid trataba de contener sin éxito una incipiente y anaranjada luz que comenzaba a contraer mis pupilas pero que todavía no insuflaba vida en mis huesos. Decidí esquivarla sentándome en un bordillo. Faltaban dos horas para que abrieran las taquillas y me venía bien descansar y doblar mi cuerpo para darme calor a mí mismo. A los pocos minutos, Ana me imitó. También vestía vaqueros, pero la abrigaban una trenca de paño y un pañuelo al cuello. También se quedó mirando al infinito, como si pudiera ver a través del bloque de pisos. Como si pudiera escrutar el interior de las viviendas y más alla.

Hay algo extremadamente sensual y a la vez perturbador en una mujer que observa. Una mujer que escruta con gesto sombrío y espalda recta es provocador, concepto en el que pretendo englobar a los dos anteriores calificativos. Se infiere seguridad en una mujer que otea. Se deduce que está a punto de tomar una decisión; se intuye que va a solucinar, que el futuro no la asusta y que puedes estar tranquilo pero alerta. Ana me mantenía extrañamente en esos dos estados de manera simultánea, como un ninja jainita.

A esas alturas yo tenía dos cosas claras: una que tenía detrás a una chica que entraba en lo que comunmente se podría denominar como «mi tipo». Otra, que bajo ningún concepto iba a intentar entablar contacto con ella. Por experiencia, sabía que no me atrevería, que al acabar la espera ella se iría, que jamás la volvería a ver y que yo acabaría conociendo a otra chica que me impactaría más o menos lo mismo. Era ley de vida. No servía de nada pasar un mal rato. Era fútil. Inane. Los crucigramas me estaban haciendo mucho daño. Llevar una hora sin hacer nada, esperando detrás de un desconocido con pinta de neonazi, también.

Cierto es que en no pocas ocasiones me había parado a pensar en cuántos amores perfectos habría dejado pasar con esa actitud. Pero como la respuesta bien podría ser ninguno, en todos aquellos momentos había seguido con mi vida sin mirar atrás. Aquel día no iba a ser una excepción. Sobre todo porque Ana disipó cualquier intención comunicativa por mi parte cuando sacó una cajetilla de tabaco y se dispuso a fumar. ¿A las ocho de la mañana? ¿Quién fuma a esas horas? Mala cosa. Eso no trae nada bueno. Mal aliento, mal estado de forma. Todos los puntos perdidos.

Yo no fumaba. Lo había intentado con entusiasmo tiempo atrás, animado por el placer que parecían sentir mis amigos al encender un pitillo y por el aire de rebeldía que otorgaba tener un cilindro de esos entre los labios, pero había sido incapaz de tolerar su sabor ni sus efectos. Mi fracaso como consumidor de tabaco no me había amedretado, no obstante, y había llegado a probar otras sustancias estupefacientes de mayor calado psicotrópico, aunque también con poco éxito. Sin embargo, mi tolerancia al tabaco y a los fumadores era negativa. Me giré y vi a Ana rebuscando en su bolso algo con lo que encender el cigarrillo. Ya me disponía a levantarme cuando ella me dijo: «¿quieres uno?

Había tendido su mano hacia mí, abriendo la cajetilla, incluso sacando levemente el filtro tostado. Me miraba con media sonrisa. Ni tan amplia para parecer excesivamente simpática, ni tan escueta como para aparentar que me ofrecía un objeto cancerígeno por quedar bien. Una sonrisa precisa, exacta, perfecta, si es que se podía denominar sonrisa a aquel gesto conciso pero que lo abarcaba todo y cuyas formas delimitaban un universo entero. Miré la cajetilla. La miré a ella. Volví a mirar la cajetilla. Escuché que insistía con un «¿quieres?» y finalmente acepté.

–Lo estoy dejando –me dijo sin mucho interés mientras acababa de localizar un Clipper en su bolso–. Fumo por aburrimiento.

–Yo también –aseguré mientras me llevaba el filtro a la boca–. Lo de dejarlo –inferí con una sonrisa–. Soy fumador social.

A partir de ahí ya no pude evitar girarme y entablar conversación. Era poco fumador y no quería parecer poco sociable. Lo cierto es que mi socialbilidad era relativa; si en lugar de una chica objetivamente guapa y subjetivamente atractiva me hubiera ofrecido un cigarrillo un chico, por simpático que éste fuera, habría declinado la invitación. Todo esto se me pasó por la cabeza en menos de un segundo, tal era mi capacidad de enmimismamiento. Me sacó del trance la voz de Ana, que continuaba con la charla.

Una conversación animada ya por la potente luz de la típica primavera madrileña en esos días despejados en los que los ecos de la ciudad se pierden en el azul del cielo. Por eso, y porque ya empezaba a entrar en calor, me sentí tímidamente alegre. Por su acento adiviné que era del norte, aunque no supe concretar si de Burgos o de Álava. Resultó que de la segunda. Ella no lo hizo mejor. Me ubicó en Galicia. Fuera como fuera, éramos dos norteños con poco oído en Madrid, esperando en una cola para comprar entradas para un partido que no nos interesaba a ninguno. La verdad, nos reímos un rato. Estuvimos bromeando sobre la posibilidad de llegar a la taquilla horas después y que no quedaran entradas; hablamos de bares nocturnos y comprobamos decepcionados que no frecuentábamos ni siquiera el mismo kilómetro cuadrado. Al poco rato nos pusimos en pie porque la hilera se ponía en marcha.

En ese momento comenzaron los rumores de que no habría entradas para todos, dando algo de forma a los chistes que previamente habíamos hecho. Llegaban en forma de comentario no solicitado por boca de alguno de los allí presentes, sobre todo de los que estaban detrás de nosotros. Argumentaban que, habiendo tanta gente, y teniendo en cuenta que se venderían cuatro entradas por persona, era probable que los pases se agotaran antes de que diéramos la vuelta a la esquina. Yo me sobresalté porque estaba allí con la intención de comprar no cuatro sino cinco entradas, una para mí y el resto para mis amigos. Ana me tranquilizó afreciéndose a comprar ella una, ya que sólo tenía previsto adquirir dos: una para ella y otra para su novio. Así fue como me enteré de que tenía pareja. Lo que no había logrado el tabaco lo logró su estado civil. Sus puntos se habían vuelto a perder. Pero, aunque yo creía haber renunciado a flirtear con ella, lo cierto es que seguimos nuestra conversación cada vez con más complicidad.

Teníamos en común muchas cosas, pero la juventud era la más significativa. Para empezar nos distinguía de casi todos los que estaban a nuestro alrededor en ese momento. El neonazi que estaba delante rondaría los 40 y el grupo que teníamos detrás sobrepasaba la treintena seguro. Por no hablar de la mayoría sesentona, que era especie dominante en aquel entorno. También era normal, era un día laborable. Jubilados y estudiantes universitarios somos los colectivos que más tiempo tenemos a nuestra disposición para perder en colas eternas. Al diferenciarnos de los demás, la juventud nos unía, o más bien nos invitaba a hacerlo. Es un fenómeno casi mágico. Sueltas a dos veinteañeros en un espacio poblado por sexagenarios y no tardarán en encontrarse, reunirse y apartarse del resto de personas de su entorno. Ahora, si hiciéramos el mismo experiento pero al revés, soltando a dos jubilados en un grupo de veinteañeros, los jóvenes se separarían según su estrato sociocultural y los adultos se evitarían como polos magnéticos idénticos. Crecer no es más que aprender a vivir sin los demás.

Así pues, con nuestros recien desarrollados pulmones llenos de humo, dejamos pasar las horas mientras muy lentamente avanzaba la mañana. A Ana comenzaba a pesarle la trenca, ya enrollada en las correas de su bolso. A mí empezaba a pesarme el madrugón. El skinhead nos pidió que le guardáramos el sitio porque quería acercarse a un bar con la intención de aliviar su vejiga y desayunar otra vez. Nos preguntó amablemente si queríamos que nos trajera algo y Ana respondió que sí, que una cerveza. ¿De verdad? ¿Una cerveza? ¿A las once de la mañana? ¿Cuando apenas estábamos empezando a añorar el frescor matutino de la primavera madrileña? Pero si es lunes, por dios.

A ver, que no se me malinterprete. No estoy en contra del consumo de alcohol. En aquella época yo mismo me atiborraba la mayor parte de los fines de semana, siempre que mi presupuesto me lo permitía. Cerveza, whisky, ron, vermú… Me daba igual; todo me venía bien. Aquí yo creo que entraba en juego el corsé de la corrección social que la inestable mezcla de mi aleatoria educación paterna, mi abúlica educación escolar y mi dogmática educación religiosa -que había derivado en ateísmo previo paso por el agnosticismo- habían impuesto en mi cabeza. Porque el problema que se me planteaba no era el alcohol en sí, si no la hora de su consumo. Como si la ética de la ingesta dependiera de un horario prefijado, asumido y acatado por el género humano. Por alguna razón, es más respetable un señor que bebe después de comer que otro que lo hace antes. Pero no sólo el tiempo influye en la decencia del acto etílico, también el espacio: el pub, el club de caballeros o el bingo son escenarios favorables para la consideración positiva del alcoholismo, mientras que la calle o la tasca de la esquina, no.

El cabeza rapada continuaba mirándome a la espera de mi respuesta y contesté que sí, que otra cerveza para mí. Le dimos unas monedas y minutos después nos devolvió dos latas de San Miguel de medio litro. Definitivamente, el buen rato que estábamos pasando comenzaba a torcerse sin remisión. Medio litro. A las diez de la mañana. A quién se le ocurre, le dije a Ana, ¿no se da cuenta de que se nos va a calentar antes de que la acabemos? Ana rió. Y yo con ella cuando comprendí que ella había entendido como un chiste lo que yo decía completamente en serio. Quizá el camel se me había subido a la cabeza, no lo sé, pero recuerdo que reí un poco más de la cuenta y que ella se contagió. En un momento dado nos vimos sentados en un bordillo, rodeados de gente bizarra, con un litro de birra entre los dos en la mano y llorando de risa.

La risa es la mejor droga que hay. He probado varias y os puedo decir que el mejor efecto de la mayoría de ellas es lograr hacerte reir. Hay dos sentimientos que el ser humano sueña con revivir una y otra vez: la emoción del primer amor y la excitación de la risa descontrolada. Ambos son efímeros, ambos son, icluso me atrevería a decir, subestimados por el género humano. Los dejamos correr como quien deja el grifo abierto al creer que el agua no se agota, y con el paso de los años la sequía nos hace añorar la sobreabundancia del pasado. Anhelar la sensación del enamoramiento juvenil es como querer prolongar un orgasmo milésimas de segundo después de que haya acabado: imposible lograrlo pero muy difícil dejar de intentarlo.

Total, que reímos durante más de un minuto sin parar. Llorando, incluso. Sentados en un bordillo, jóvenes y hermosos. En esa tesitura fue casi natural que acabáramos apoyados el uno en el otro durante unos segundos que me parecieron eternos. Un roce de hombro con hombro o cabeza con hombro, no lo sé muy bien ni creo que ya importe. Nos dimos cuenta de tal exceso y nos recompusimos, secándonos las lágrimas y, dando sorbos muy pequeños a la cerveza, retomamos una conversación aplazada minutos antes sobre qué equipo queríamos que perdiera aquel partido. Ninguno lo teía muy claro. Íbamos totalmente abiertos a cualquier resultado. Coincidimos en que es maravilloso ir a un encuentro deportivo y que te dé igual el resultado; poder disfrutar con cada jugada de ataque o con cada acción defensiva. A mí me parecía que era como ir a una orgía siendo bisexual y sin querer lo dije en alto. A Ana le salió la cerveza por la nariz. Volvimos a reír. El nazi ya nos miraba un poco mal. La cola avanzaba lenta pero segura, como se suele decir. No parecía haber riesgo de descarrilamiento. También expresé ese pensamiento en alto. Reímos y brindamos. El alcohol empezaba a hacer sus efectos en dos estómagos vacíos.

El renacimiento de la especie humana

Hoy he escuchado al director ejecutivo del Foro Económico Mundial, Klaus Schwab, decir en 24h de TVE que en 10 años habrá que plantearse la renta mínima garantizada universal. También ha dicho que cree que la nueva revolución tecnológica que afrontamos supondrá un nuevo renacimiento para la especie humana. Será fantástico. Ya sabe cómo hay que afrontarlo. Bueno, mejor dicho, ya sabe quiénes tendrán que afrontarlo: nosotros. Más en concreto, una «nueva clase social» a la que ha definido como «precariado». ¿Qué va a pasar con esa gente? Bueno, no lo sabe muy bien, pero opina que la desigualdad no va a desaparecer, sino que va a aumentar. Eso está claro y es mejor que lo vayamos asumiendo. Lo de asumirlo no lo dijo él sino que os lo voy recomendando yo. Pero aunque Klaus no sabe muy bien qué va a pasar con esa gente, porque sería un mago si lo supiera, sí cree saber qué debemos hacer con ellos, y hablo en primera persona del plural por una mera licencia literaria. Según él, los esfuerzos (supongo que de las administraciones) deben ir dirigidos a ofrecer a esas personas un propósito en la vida. Es enternecedor. Porque opina que ese propósito no tiene por qué ser tener un trabajo remunerado (para qué lo querría un precariado, me pregunto yo), sino que apuesta por trabajos sociales, intereses culturales… Como ejemplo pone asuntos a los que debería dedicarse la administración pero que, qué narices, seguramente estarían mejor atendidos por personas de bajos recursos que podrían encontrar en esas actividades alivio emocional para su pobre existencia anodina y rutinaria. De hecho, Schwab apunta directamentea la atención a la población más envejecida, encontrando así solución para uno de los dos mayores problemas a los que se enfrenta nuestro sistema social: el envejecimiento de la población. Si ponemos a los precarios a cuidar gratis a los ancianos matamos dos pájaros de un tiro: damos atención a la población mayor liberando recursos de la administración pública que, qué sé yo, se podrían dedicar -no sé- a subvencionar empresas, por ejemplo, a urbanizar polígonos industriales o contratar más policías (que se iban a necesitar), y, por otra parte, hacemos que las personas se sientan más satisfechas. Es una genialidad. Pero no fue la única que salió de su cabeza a través de su boca, no. Hubo más. Recordad que he dicho que uno de los dos problemas a los que se enfrenta nuestro sistema social es el envejecimiento. Es cosecha mía, eso no lo dijo Klaus. El otro, también desde mi opinión, es la desigualdad. Y para ella Schwab tiene una solución flipante. Flipante porque es imposible no estar de acuerdo con él. Opina que debemos ser menos materialistas. Ya está esa es la solución. Si somos menos materialistas descargaremos presión sobre los recursos y el medio ambiente. Es imposible no estar de acuerdo porque, claro, el precariado somos muchos, y los ricos, pocos. Así lo veo yo. Ellos podrán consumir más no por una cuestión cualitativa, porque tengan el dinero para hacerlo, que también, sino por un matiz cuantitativo, porque son menos y su consumo no afectará tanto al planeta. Es así de simple. ¿Cuál es el problema? Que el precariado lo entienda sin perretas. ¿Cómo conseguirlo? Pues dando sentido a sus vidas, como decía nuestro simpático amigo, y aprovechando el viaje para que esa masa de afortunados obreros de bajo coste asista a los más mayores. ¿Qué se les puede ofrecer a cambio? La renta mínima garantizada. El director ejecutivo del Foro Económico Mundial nos ha dado la clave para lo que el considera el «renaciemiento de la especie humana», que tódo parece indicar que consistirá en una clase dominante y otra precariada con acceso a productos y servicios básicos y menos acceso a productos y servicios que, supongo, serán considerados lujos. Ya están trabajando, me pareció entender, en cómo conseguir que los precariados tengan un propósito en la vida. Sólo tú sabes si lo están consiguiendo.

El descenso del duernu

La renuncia de la lideresa de Foro Carmen Moriyón a recoger su acta de diputada señala el lugar al que parece condenado el partido fundado por Francisco Álvarez Cascos a medio plazo: fuera de Junta General del Principado. Hay, obviamente, muchas causas que han llevado a la formación forista a perder unos 150.000 votos desde que ganara las primeras elecciones a las que se presentó, allá por 2011. La mayoría de esas causas se deben a su propia inoperancia, pero hay dos decisiones ajenas a Foro que fueron determinantes. Una de ellas ya se señaló en este blog poco después de que Francisco Álvarez Cascos venciera en sus primeros comicios autonómicos bajo sus propias siglas, FAC, y nuevamente cuando perdió los segundos un año después. Efectivamente, me refiero a la decisión del partido Popular de no apoyar en ningún momento a Foro, ni cuando ganó las elecciones en 2011 ni cuando las perdió en 2012.

Ya he señalado que siempre he pensado que si el PP apoyaba a Cascos, dándole la fuerza necesaria para gobernar de forma estable, se arriesgaba a que éste se acabara imponiendo como el referente de la derecha asturiana, condenando a los populares a ser un partido comparsa, como le pasaba en Navarra. No sé si ávidos lectores de estas líneas o no, los dirigentes populares rechazaron acercarse a su exsecretario general y éste acabó cayendo por su propio peso.

A esto ayudó otra decisión: la del líder socialista y por aquel entonces candidato, Javier Fernández, que dejó gobernar a Cascos en solitario pudiendo haber forzado una investidura socialista mediante un pacto con Izquierda Unida. Fernández midió bien. Permitió gobernar a la lista más votada y con su decisión evitó que el Partido Popular reconsiderase su rechazo a apoyar a FAC. En un sencillo ejercicio de política ficción, no nos resultaría difícil concluir que, ante la posibilidad de reeditar un gobierno bipartito de izquierdas, el PP podría habre preferido sumar sus fuerzas a las de don Francisco. Como tal cosa no pasó, FAC gobernó en solitario demostrando una absoluta incapacidad para llegar a acuerdos con nadie.

Así que el principio del Fin de Foro lo marcó el PP, negándole el apoyo, y lo certificó la Federación Asturiana de Empresarios rechazando sus presupuestos. Como ya se ha señalado ene ste blog, el inaudito rechazo de la FADE a unos presupuestos de un partido de derechas liderado por un exministro de Fomento fue la clave para que Francisco Álvarez Cascos convocara unas nuevas elecciones ante su errónea convicción de que mejoraría sus resultados. Nada más lejos de la realidad. En tan sólo un año una parte de sus votantes ya se habían hartado de él. Unos volvieron al PP (pocos) y otros llevaron a Ignacio Prendes al Parlamento asturiano y lo situaron al frente del grupo mixto que ocupaba en exclusiva UPyD.

El resto ya es sabido. Foro ejerció el liderazgo de la oposición porque fue incapaz de negociar un tripartito de derechas. Una vez concluida esa labor opositora, los votantes premiaron a la antigua FAC con 3 diputados en las elecciones de 2015. El partido de Cascos había perdido hasta ese momento más de 130.000 votantes, una tendencia que no parece tener límite. La estrategia que la formación hormiguera puso en marcha para revertir la situación pasaba por llevar a la Junta General a su primera espada, la alcaldesa de Gijón. Carmen Moriyón había confirmado al teoría de este blog de que si el PP apoyaba a Foro, estaba condenado a desaparecer. Es lo que le ocurrió a los populares en la Villa de Jovellanos, decisión que costó el puesto a la popular que la tomó, Pilar Fernández Pardo. Sin embargo, la táctica electoral de Foro no pudo ser peor: Foro continuó desangrándose en Asturias y, de paso, perdió Gijón, la ciudad más poblada del Principado y referente socialista en la región.

Dilapidado el prestigio político de Cascos, y amortizado el de Moriyón, a Foro le queda la travesía del desierto hasta su desaparición, como le pasó a Uras. A no ser, claro está, que encuentren un relevo generacional capaz de revertir una situación muy complicada, habida cuenta de la multiplicación de partidos políticos que vienen a ocupar su mismo espectro ideológico. De momento, en la presente legislatura van a tener que esforzarse por hacer una oposición que llame la atención del votante y que sobresalga entre el elegante busnismo del ciudadano Juan Vázquez y la beligerancia de Vox. Y todo desde un grupo mixto que compartirán con los discípulos de Santiago Abascal y con Izquierda Unida. Les deseamos a todos la mejor de las suertes, la van a necesitar.